El pasado martes las agrupaciones The Tormentos, Michael Mike y El Cuarteto de Nos, inauguraron el nuevo ciclo musical de primavera en la ex aceitera Nidera. Cada banda expuso su manera de entender la música, aunque en el fondo el hiato que no permite entender claramente el concepto de rock, quedó demostrado una vez en la carraspera reaccionaria de parte del público.
Últimos fríos del año como resabio final de un crudo invierno que quedará en la memoria de todos, tanto por los resfríos interminables como por la histórica nevada producida.
Quizá el rock tuvo un mandato original en el cuál más allá de la calidad musical o de interpretación del mismo, ponía como plusvalía implícita y valiosamente agregada, la composición democrática de su práctica, cualquiera sea la persona ejecutante o el tipo de variante genérica musical practicada, sin embargo, algo paso en el camino para que en el supuesto libre albedrío que se predica, (cada vez que se habla de la importancia multiculturalista del siglo XXI), en realidad se esconden las fauces feroces de un perverso ejercicio de mercadotecnia, a partir del cuál el arte y particularmente la música, sufre de este exceso, cayendo en una solemnidad de parte del público, que roza la disciplina más férrea practicada en algún puesto fronterizo de gendarmería (como si fuera un tribunal que ejerciera una justicia “Plutocrática”), en lugar de incitar la supuesta libertad de formas que envuelve a algo tan ecléctico como la misma cultura rock.
La velada se inicia pasadas las 8 y media de la noche, con la aparición de la agrupación smusical The Tormentos. Banda homogénea y sólida musicalmente, desarrollan un surfer ácido y acelerado, como si de repente, se tratara de la banda de sonido de alguna película de Russ Mayer o de “Spaghetti Western”, y en cada acorde de guitarra, o golpe de batería, aparecieran súbitamente espectros fantasmales de Tura Satana o de Clint Eastwood.
Conscientes de sus virtudes y defectos, no caen en ninguna dosis de fetichismo estético, sino que retrotaen de manera acertada una atmósfera visual y sonora.
Extraída su vestimenta del buen manual “fifty americano”, su performance fue seductora (destacándose “Ufo Incident”, “Tormentos”, “Dagstrip Night” y “Bad Day on the Midway”) pese a algún que otro problema técnico (rotura de cuerdas y “tacho” de batería), que les jugó en contra y comenzó a potenciar cierta penosa irritabilidad del público concurrente.
Una hora más tarde Michael Mike, los nuevos “hijos del rock”, en el sentido de su renovadora y seductora propuesta musical, que produce la revitalización del género musical, despertando a través de su arte la chispa innovadora y necesaria, para demostrarle al oyente que lo nuevo viene de la mano del riesgo y valentía para doblar dogmas o conceptos artísticos establecidos, (sumado obviamente a la dosis necesaria de ingenio), como ocurre, con los grandes talentos en cualquier actividad ya sea artística, científica o deportiva.
El show, abre con el “El ritmo que pide el barrio”, luego pasan por esos temas plenos de “alterlatinidad” sonora como lo son “El Amante Latino”, “Rojo + Que Negro”, “El Andén”, entre otros, y cierran con la pegadiza “Charly Border”.
Poco antes del cierre, ya se escucharon un par de pequeños abucheos, a lo que en un momento uno de los integrantes sugirió irónicamente y a viva voz, a otro de la banda : “Che Cuca, creo que nos están abucheando, ¿que hacemos?”
El show de Michael Mike demostró, (más allá de que el nivel de sonido estuvo por debajo de lo normal), porque son una de las promesas más interesantes del rock nacional, a partir de su versatilidad y frescura para desempeñarse en vivo, más allá de que el contexto, no sea el predilecto, pero justamente una banda se pule constantemente, imponiéndose a cualquier aspereza, sino recordar las mil y un naranjas que los “cadáveres hippies” arrojaron contra los Virus, en el Buenos Aires Rock del 82’, por lo que ya sabemos de antemano que justamente la masa nunca es indicadora de idoneidad en lo que respecta a geometrías creativas.
El cierre estuvo a cargo del Cuarteto de Nos, grupo de una larga trayectoria que tiene más de 10 albúms editados, y que han mutado hacia un sonido más “aggiornado” a melodías rioplatenses como lo son el candombe, o la murga, a partir de la edición de su último disco “Raro”, en dónde se ve la incidencia del sonido latino con que se produce últimamente a numerosos conjuntos rioplatenses, a partir de la idea de preconcebir toda banda de esta parte del mundo, como si fuera un “tropo” (o sea la idea de emplear algo con fines estéticos para que estos le aseguren un rédito comercial).
Pareciera ser que el sonido Santoalla es tomado, como un ángel que salvaguarda a los artistas de inmiscuirse por cualquier camino no aventurado, cuando justamente lo que hizo grande al rock, fue el atrevimiento de los músicos de perderse por caminos vírgenes y en cuya exploración los defina como conquistadores de un nuevo mundo de sonidos y formas compositivas. Esto, sintéticamente es un craso error, porque si sabemos de quién esta detrás Santoalla, (más allá de sus dotes artísticos, que igual siempre son discutibles, porque en última instancia es un ser humano como todos), determina que el arte de las bandas, se pierda en un mero ejercicio de mercadotecnia.
Aquí el hecho no es discutir la trayectoria ni la cualidades interpretativas del Cuarteto de Nos, (el sonido estuvo bien pulido cuando tocaron, destacando entre otras, las “hiteras” “Nada es gratis en la vida”, “Yendo a la casa de Damián”, “Ya no se que hacer conmigo”), pero si es de mencionar, la decodificación de la imagen acústica del arte ofrecido que realiza su público.
Es una constante que personas que no superan los 25 años, entiendan al rock, como un elemento donde lo que determina el buen gusto, sea mostrarse como un misógino carente de repensarse como ser humano, sensible y sujeto a todo desmedro corporal y cognitivo. Esa especie de prefiguración “vikinga”, como si fuera el rock algo estoico, forma parte de una “perestroika”, que confunde la esencia amorfa del rock, con las reglas de un regimiento patricio.
Así paso otra noche de música, en dónde una vez más queda la incógnita, de que si por una cuestión de falta de curiosidad, o por el achatamiento cultural y económico que el país viene sufriendo, la sensibilidad en la forma de entender al arte, ha quedado tan lapidada, que muchos escuchas de rock, aún no pueden diferenciar que lo nuevo, hace a la renovación y al cambio del punto de vista conceptual de la mismo música, o acaso ¿No se preguntan que escucharían Brian Jones o Syd Barret si estuvieran vivos?.
Bernardo Damián Dimanmenendez
Últimos fríos del año como resabio final de un crudo invierno que quedará en la memoria de todos, tanto por los resfríos interminables como por la histórica nevada producida.
Quizá el rock tuvo un mandato original en el cuál más allá de la calidad musical o de interpretación del mismo, ponía como plusvalía implícita y valiosamente agregada, la composición democrática de su práctica, cualquiera sea la persona ejecutante o el tipo de variante genérica musical practicada, sin embargo, algo paso en el camino para que en el supuesto libre albedrío que se predica, (cada vez que se habla de la importancia multiculturalista del siglo XXI), en realidad se esconden las fauces feroces de un perverso ejercicio de mercadotecnia, a partir del cuál el arte y particularmente la música, sufre de este exceso, cayendo en una solemnidad de parte del público, que roza la disciplina más férrea practicada en algún puesto fronterizo de gendarmería (como si fuera un tribunal que ejerciera una justicia “Plutocrática”), en lugar de incitar la supuesta libertad de formas que envuelve a algo tan ecléctico como la misma cultura rock.
La velada se inicia pasadas las 8 y media de la noche, con la aparición de la agrupación smusical The Tormentos. Banda homogénea y sólida musicalmente, desarrollan un surfer ácido y acelerado, como si de repente, se tratara de la banda de sonido de alguna película de Russ Mayer o de “Spaghetti Western”, y en cada acorde de guitarra, o golpe de batería, aparecieran súbitamente espectros fantasmales de Tura Satana o de Clint Eastwood.
Conscientes de sus virtudes y defectos, no caen en ninguna dosis de fetichismo estético, sino que retrotaen de manera acertada una atmósfera visual y sonora.
Extraída su vestimenta del buen manual “fifty americano”, su performance fue seductora (destacándose “Ufo Incident”, “Tormentos”, “Dagstrip Night” y “Bad Day on the Midway”) pese a algún que otro problema técnico (rotura de cuerdas y “tacho” de batería), que les jugó en contra y comenzó a potenciar cierta penosa irritabilidad del público concurrente.
Una hora más tarde Michael Mike, los nuevos “hijos del rock”, en el sentido de su renovadora y seductora propuesta musical, que produce la revitalización del género musical, despertando a través de su arte la chispa innovadora y necesaria, para demostrarle al oyente que lo nuevo viene de la mano del riesgo y valentía para doblar dogmas o conceptos artísticos establecidos, (sumado obviamente a la dosis necesaria de ingenio), como ocurre, con los grandes talentos en cualquier actividad ya sea artística, científica o deportiva.
El show, abre con el “El ritmo que pide el barrio”, luego pasan por esos temas plenos de “alterlatinidad” sonora como lo son “El Amante Latino”, “Rojo + Que Negro”, “El Andén”, entre otros, y cierran con la pegadiza “Charly Border”.
Poco antes del cierre, ya se escucharon un par de pequeños abucheos, a lo que en un momento uno de los integrantes sugirió irónicamente y a viva voz, a otro de la banda : “Che Cuca, creo que nos están abucheando, ¿que hacemos?”
El show de Michael Mike demostró, (más allá de que el nivel de sonido estuvo por debajo de lo normal), porque son una de las promesas más interesantes del rock nacional, a partir de su versatilidad y frescura para desempeñarse en vivo, más allá de que el contexto, no sea el predilecto, pero justamente una banda se pule constantemente, imponiéndose a cualquier aspereza, sino recordar las mil y un naranjas que los “cadáveres hippies” arrojaron contra los Virus, en el Buenos Aires Rock del 82’, por lo que ya sabemos de antemano que justamente la masa nunca es indicadora de idoneidad en lo que respecta a geometrías creativas.
El cierre estuvo a cargo del Cuarteto de Nos, grupo de una larga trayectoria que tiene más de 10 albúms editados, y que han mutado hacia un sonido más “aggiornado” a melodías rioplatenses como lo son el candombe, o la murga, a partir de la edición de su último disco “Raro”, en dónde se ve la incidencia del sonido latino con que se produce últimamente a numerosos conjuntos rioplatenses, a partir de la idea de preconcebir toda banda de esta parte del mundo, como si fuera un “tropo” (o sea la idea de emplear algo con fines estéticos para que estos le aseguren un rédito comercial).
Pareciera ser que el sonido Santoalla es tomado, como un ángel que salvaguarda a los artistas de inmiscuirse por cualquier camino no aventurado, cuando justamente lo que hizo grande al rock, fue el atrevimiento de los músicos de perderse por caminos vírgenes y en cuya exploración los defina como conquistadores de un nuevo mundo de sonidos y formas compositivas. Esto, sintéticamente es un craso error, porque si sabemos de quién esta detrás Santoalla, (más allá de sus dotes artísticos, que igual siempre son discutibles, porque en última instancia es un ser humano como todos), determina que el arte de las bandas, se pierda en un mero ejercicio de mercadotecnia.
Aquí el hecho no es discutir la trayectoria ni la cualidades interpretativas del Cuarteto de Nos, (el sonido estuvo bien pulido cuando tocaron, destacando entre otras, las “hiteras” “Nada es gratis en la vida”, “Yendo a la casa de Damián”, “Ya no se que hacer conmigo”), pero si es de mencionar, la decodificación de la imagen acústica del arte ofrecido que realiza su público.
Es una constante que personas que no superan los 25 años, entiendan al rock, como un elemento donde lo que determina el buen gusto, sea mostrarse como un misógino carente de repensarse como ser humano, sensible y sujeto a todo desmedro corporal y cognitivo. Esa especie de prefiguración “vikinga”, como si fuera el rock algo estoico, forma parte de una “perestroika”, que confunde la esencia amorfa del rock, con las reglas de un regimiento patricio.
Así paso otra noche de música, en dónde una vez más queda la incógnita, de que si por una cuestión de falta de curiosidad, o por el achatamiento cultural y económico que el país viene sufriendo, la sensibilidad en la forma de entender al arte, ha quedado tan lapidada, que muchos escuchas de rock, aún no pueden diferenciar que lo nuevo, hace a la renovación y al cambio del punto de vista conceptual de la mismo música, o acaso ¿No se preguntan que escucharían Brian Jones o Syd Barret si estuvieran vivos?.
Bernardo Damián Dimanmenendez
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