El pasado domingo en el anfiteatro del Parque Recreativo de Hurlingham, dos estilos opuestos se encontraron. Parando por un lado el Carro de Yaggernat, y por otro Trazo Fino, su antena acústica que los para de diferente manera a la hora de practicar música, la tarde apacible se fue musicalizando a través de la “conga rock” de los Trazo Fino y el pub-rock de El Carro de Yaggernat.
Hurlingham, parece desde su fisonomía natural brindarle un pequeño honor a su denominación anglosajona. Así entre brotes de aire húmedo, el vigoroso césped que recorre sus veredas se vuelve tan intenso, al punto tal que llegado un momento, uno supone que tirando una semilla al mismo pasto cualquier tipo de planta, crecerá en cuestión de segundos.
El Parque recreativo de Hurlingham, con su Anfiteatro circular con capacidad para casi 250 personas, fue el anfitrión de dos propuestas musicales opuestas. Por un lado aparecen los Trazo Fino. Banda que rastrea el lado clásico suburbano del oeste más pudiente, (Hurlingham, Palomar, San Miguel) y lo mecha con la indiosincracia contextual de dicho sector. Así, entre historias cotidianas, de “Romeos y Julietas del conurbano”, toxicología blanda, y añoranza de fraternidad construyen su organismo musical.
Comandados por la voz ronca y desencajada de “Matas”, seguidos por la compacta base de bajo de Facu, (siguiendo el legado de fraseos dinámicos que otorgo allá a lo lejos, Arnedo), la prolija batería de Pastel, y los decorados de guitarra y percusión (Chino y Maxi respectivamente), la banda articula su musicalidad en la genealogía de reggae y ska ortodoxo de aquellos primeros Fabulosos Cadillacs, con otras canciones más puristas de rock, que responden al ya añejo y desgastado “rock chabón”.
Así, entre el repertorio tocado, destacaron “Praderas”, “Estallar” y “Azul”.
Su musicalidad aparece respetable por convicción natural, más que por “background” cultural, siendo plenos poseedores de un lugar válido como práctica ilustrativa de lo que llevan en la sangre, no como discurso “contracultural”, que pueda ofrecer algún tipo de historia nueva al rock.
No obstante su sonoridad “amiguista”, es bien llevada sobretodo en los temas que buscan cierta complicidad rítmica, en los aleatorios ritmos jamaiquinos, que tanto inspiraron al rock vernáculo hacia fines de los 80’.
Más tarde, llegó el turno del Carro de Yaggernat, Ubicados en la circularidad romana, del pequeño anfiteatro. Poetas, arropados entre el exceso fisiológico y la mordacidad del lobo agazapado, para poder caer siempre bien parado, miran al público buscando algún punto de encuentro, entre su “yo” interior, y el exterior divisado y abren con la canción “Invierno”.
Luego pasan por “Xul Solar”, para terminar la primera parte con “Reggae Nº1”. Forasteros contextualmente en el lenguaje cosmopolita que manejan, su música destilo chispazos acaramelados mientras las estrellas, y los últimos gritos de niños ya insolados, se dirigían a sus casas.
Con capacidad para flexibilizar y estilizar, su musicalidad según el “convite” ofrecido, el desempeño del carro fue parejo. Fluyendo entre la dosis de melancolía y algún que otro resplandor de esa secreción acertadamente penosa que musicaliza imágenes de la desolación del juglar experimentando en tierras lejanas.
Luego del “Cúmulo”, finamente cierran con “La Célula”, demostrando que el incendio artístico es numerosas veces, más acertado que cualquier intento de caricaturizar al rock, a través de ritos, estandartes, prácticas e insignias, como manera de refutar un camino que ya en la música esta plagado de pozos ciegos.
Así cerró la noche, entre dos polos opuestos, que a su manera cuentan su verdad, y manera de expresar o musicalizar su inserción en la vida misma con las confituras y amarguras que la misma depara. Sin embargo, y más allá de esto siempre es válido que la verdad de uno, se logre cotejar con los estímulos visuales y auditivos, que nos cruzan en el siglo XXI, porque para “híbridos artísticos” o “mainstream estéticos”, el rock ya no tiene vueltos, y sino que el último tire la piedra o cierre la puerta, ¿Se entiende porque sigo diciendo que son de más los trapos y banderas?.
Bernardo Damián Dimanmenendez
Hurlingham, parece desde su fisonomía natural brindarle un pequeño honor a su denominación anglosajona. Así entre brotes de aire húmedo, el vigoroso césped que recorre sus veredas se vuelve tan intenso, al punto tal que llegado un momento, uno supone que tirando una semilla al mismo pasto cualquier tipo de planta, crecerá en cuestión de segundos.
El Parque recreativo de Hurlingham, con su Anfiteatro circular con capacidad para casi 250 personas, fue el anfitrión de dos propuestas musicales opuestas. Por un lado aparecen los Trazo Fino. Banda que rastrea el lado clásico suburbano del oeste más pudiente, (Hurlingham, Palomar, San Miguel) y lo mecha con la indiosincracia contextual de dicho sector. Así, entre historias cotidianas, de “Romeos y Julietas del conurbano”, toxicología blanda, y añoranza de fraternidad construyen su organismo musical.
Comandados por la voz ronca y desencajada de “Matas”, seguidos por la compacta base de bajo de Facu, (siguiendo el legado de fraseos dinámicos que otorgo allá a lo lejos, Arnedo), la prolija batería de Pastel, y los decorados de guitarra y percusión (Chino y Maxi respectivamente), la banda articula su musicalidad en la genealogía de reggae y ska ortodoxo de aquellos primeros Fabulosos Cadillacs, con otras canciones más puristas de rock, que responden al ya añejo y desgastado “rock chabón”.
Así, entre el repertorio tocado, destacaron “Praderas”, “Estallar” y “Azul”.
Su musicalidad aparece respetable por convicción natural, más que por “background” cultural, siendo plenos poseedores de un lugar válido como práctica ilustrativa de lo que llevan en la sangre, no como discurso “contracultural”, que pueda ofrecer algún tipo de historia nueva al rock.
No obstante su sonoridad “amiguista”, es bien llevada sobretodo en los temas que buscan cierta complicidad rítmica, en los aleatorios ritmos jamaiquinos, que tanto inspiraron al rock vernáculo hacia fines de los 80’.
Más tarde, llegó el turno del Carro de Yaggernat, Ubicados en la circularidad romana, del pequeño anfiteatro. Poetas, arropados entre el exceso fisiológico y la mordacidad del lobo agazapado, para poder caer siempre bien parado, miran al público buscando algún punto de encuentro, entre su “yo” interior, y el exterior divisado y abren con la canción “Invierno”.
Luego pasan por “Xul Solar”, para terminar la primera parte con “Reggae Nº1”. Forasteros contextualmente en el lenguaje cosmopolita que manejan, su música destilo chispazos acaramelados mientras las estrellas, y los últimos gritos de niños ya insolados, se dirigían a sus casas.
Con capacidad para flexibilizar y estilizar, su musicalidad según el “convite” ofrecido, el desempeño del carro fue parejo. Fluyendo entre la dosis de melancolía y algún que otro resplandor de esa secreción acertadamente penosa que musicaliza imágenes de la desolación del juglar experimentando en tierras lejanas.
Luego del “Cúmulo”, finamente cierran con “La Célula”, demostrando que el incendio artístico es numerosas veces, más acertado que cualquier intento de caricaturizar al rock, a través de ritos, estandartes, prácticas e insignias, como manera de refutar un camino que ya en la música esta plagado de pozos ciegos.
Así cerró la noche, entre dos polos opuestos, que a su manera cuentan su verdad, y manera de expresar o musicalizar su inserción en la vida misma con las confituras y amarguras que la misma depara. Sin embargo, y más allá de esto siempre es válido que la verdad de uno, se logre cotejar con los estímulos visuales y auditivos, que nos cruzan en el siglo XXI, porque para “híbridos artísticos” o “mainstream estéticos”, el rock ya no tiene vueltos, y sino que el último tire la piedra o cierre la puerta, ¿Se entiende porque sigo diciendo que son de más los trapos y banderas?.
Bernardo Damián Dimanmenendez
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